
Balart enseguida pudo distinguir lo que parecía una cama de matrimonio en el centro de la estancia, de la que tan sólo pudo ver bien el borde. Se encontró con otra pared y supuso que sería la contraria a la de la puerta de entrada. Miró hacia ella: la luz que provenía de la cocina apenas se notaba; ya estaría anocheciendo, hora de largarse. Pensó que tal vez al lado de la cama hubiera una mesilla de noche. Buscaría ahí también y luego, independientemente de si encontraba algo o no, se iría. Caminó hacia la cama y, efectivamente, enseguida tocó con su mano izquierda lo que parecía un teléfono sobre un pequeño mueble. Se puso frente a él y, arrodillándose, buscó en los cajones. Y entonces la tocó: fría y lisa, con la forma correcta. No cabía duda: era lo que buscaba. Por un momento le pareció increíble haberla encontrado en un sitio así: una mesilla de noche, pero comprendió que no debería haber demasiada gente que la estuviera buscando. Y la gente que así lo hiciera, no podía saber que estaba ahí. Pero él sí, y se alegró por ello. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo para coger un bolígrafo y, justo en ese momento, la vio: una cabeza sobre la almohada, mirándolo fijamente. En realidad no era sólo una cabeza, era todo un cuerpo acostado en la cama, pero la cabeza era lo único que asomaba por encima de las mantas. Intentó chillar pero no pudo. El grito sólo estuvo en su imaginación, en la realidad física sus cuerdas vocales se habían quedado tan tensas que casi no lo dejaban ni respirar. Entonces la persona que estaba en la cama emitió un sonido gutural y dio un respingo.
Con la mano todavía dentro del bolsillo de su abrigo, se levantó y salió a toda velocidad de la habitación. Se abalanzó sobre la mesa del salón, recogiendo el plano y su mochila de un zarpazo y se lanzó hacia el pasillo de entrada. Allí escuchó un largo gemido proveniente de la habitación que le heló el corazón. Pero cuando estaba a punto de abalanzarse sobre la puerta de salida, todavía escuchó algo peor: unas llaves que la estaban abriendo. Alguien estaba entrando. En ese instante recuperó la voz:
—Me cago en…
Retrocedió sin dejar de mirar hacia la puerta. En la curva del pasillo sus ojos giraron a toda velocidad en sus cuencas hasta fijarse en el salón, buscando alguna escapatoria, algún refugio, un escondite. No intuyó nada de eso, en su lugar lo único que vio fue una extraña figura que estaba saliendo de la habitación donde había encontrado el objeto. Pareció verlo, pues alzó la cabeza y emitió una especie de gruñido. Entonces comprendió que si se quedaba ahí plantado, en mitad del pasillo, aquello se iba a complicar sobremanera, por lo que decidió que si tenía que enfrentarse a algo, sería a lo que lo acercara más a la puerta de salida. Justo cuando esta se estaba abriendo, se abalanzó contra ella y la volvió a cerrar bruscamente.
—¡No intente entrar! – gritó. – ¡Voy armado! ¡Lárguese o habrá problemas! ¡Y rápido!
Se giró hacia el pasillo sin despegarse de la puerta.
—Me cago en la leche… ¿y ahora qué? – murmuró al borde del paro cardiaco.
Agitado, a punto de vomitar su propio corazón, echó un vistazo a través de la mirilla y vio como alguien bajaba por las escaleras a toda prisa. Casi no se lo podía creer. Por una vez en su vida había elegido correctamente. Esperó a que la figura desapareciera en el descansillo para escapar. Entonces escuchó pasos detrás de él y, sin pensárselo más ni volverse para mirar, abrió la puerta y huyó escaleras abajo.
Paró en el rellano del piso de abajo y miró por el hueco de la escalera: dos pisos por debajo, alguien bajaba igual de rápido. Debía de ser la persona que instantes antes había tratado de entrar. Tuvo la sensación de que también estaba huyendo, pero no entendía por qué alguien iba a huir de su propia casa. ¿Quizá se había asustado al escuchar su amenaza? En su cerebro, poco acostumbrado a ponerse en el lugar de los demás excepto en las situaciones más absurdas, aquello le pareció perfectamente razonable. Claro que, debido a esa poca costumbre, empleó más tiempo del que cualquier persona normal habría necesitado para llegar a una conclusión tan obvia, por lo que ahora tendría que correr todavía más si quería averiguar quién era. No fue hasta unas horas después cuando se dio cuenta de que aquello había sido una estupidez, pues en caso de haberse encontrado, habría sido él quien hubiese tenido que dar explicaciones y se habría visto en un serio aprieto.
Bajó las escaleras a trompicones, a punto de caerse en más de una ocasión y mirando continuamente por el hueco. Fuese quien fuese, le llevaba bastante ventaja. Pensó que si encontraba el ascensor en alguno de los pisos lo cogería para tratar de llegar antes abajo, pero enseguida recordó que no funcionaba. Cuando iba por el tercer piso escuchó la puerta de la calle abrirse y a alguien salir corriendo al exterior. Iba a serle imposible darle alcance, pero no dejó de bajar todo lo rápido que pudo. Cuando finalmente llegó abajo y salió a la calle, miró en todas direcciones tratando de encontrar a la persona que venía persiguiendo desde un noveno piso y que, por más que se esforzó, no llegó a ver de ella más que la silueta a través de la mirilla y una de sus manos agarrándose al pasamanos de la escalera. Ninguna de las personas que había en la calle le llamó especialmente la atención, de hecho el que la estaba llamando más de lo necesario era él mismo. Desde donde estaba, observó los coches aparcados a su alrededor. Todos estaban vacíos excepto uno azul oscuro justo al otro lado de la calzada, y la persona sentada al volante lo miraba fijamente. Balart intentó identificar algún rasgo de su cara, pero el coche arrancó y salió de allí a toda velocidad. Bajó de la acera, tratando de identificar algo más del vehículo, pero la bocina de una furgoneta le indicó que ahí sobraba, por lo que salió de la carretera y se dirigió a su coche. Cuando antes lo había dejado abierto, ni se le había ocurrido que bajaría esas escaleras en una persecución en la que él no sería la persona perseguida sino la perseguidora.
Se sentó en el interior del coche, exhausto. Realmente, todas las emociones y sobresaltos que había tenido en el interior del piso y, más concretamente, dentro de la habitación sin luz, sumado a la persecución, lo habían dejado agotado. ¿Qué narices era lo que había en aquella cama? Una persona, obviamente, pero que entre aquellas tinieblas parecía el mismísimo diablo. Trató de recordar algún detalle de su fisonomía. Cuando estaba en el pasillo intentando encontrar una escapatoria y la vio salir de la habitación, pudo distinguir que sus brazos eran anormalmente largos; tal vez fuera a causa de esa forma tan particular de andar, como en cuclillas. Seguramente aquello fue lo que le hizo decantarse por la puerta de entrada. Y lo más probable era que la persona que estaba tratando de entrar se asustara al escuchar sus temibles amenazas y decidiese poner pies en polvorosa. Pero esto planteaba una cuestión: si la persona que estaba tratando de entrar vivía ahí, no tenía mucho sentido que huyera de ese modo, lo más natural era que hubiera reclamado la ayuda de algún vecino; sin embargo, también podría tratarse de alguien que, como él, hubiera ido en busca de algo y, creyendo que no habría nadie, se sobresaltara al comprobar lo contrario y huyera. Si esto era así, la siguiente pregunta resultaba evidente: ¿había alguien más en busca de ese objeto? ¿Cómo era posible que también tuviera una llave? Y esto, a su vez, planteaba otras preguntas que no tuvieron tiempo de formularse ya que en ese momento, una figura tambaleante apareció en el portal del edificio. No tardó lo más mínimo en identificarla: era la que había visto momentos antes en el piso y ahí, agazapado tras el volante de su coche, la observó. Era un chico de veintipocos, aparentemente confundido, que miraba a un lado y a otro de la calle. Balart estaba preparado para arrancar y salir volando de ahí en cuanto el chico lo viera, aunque esperaba no tener que hacerlo. Pero entonces un hombre con un periódico se le acercó y pareció hablar con él. También ese tipo miró a su alrededor, hasta que finalmente y poniéndole una mano sobre el hombro, acompañó al chico de nuevo al interior del edificio. Esperó todavía un par de minutos, y cuando se convenció de que ninguno de los dos volvería a salir, arrancó el coche y se fue.