El primer exilio— By Germán Krebs


Voy manejando el automóvil por Buenos Aires. Recorro la Avenida del Libertador hacia el norte, en el barrio de Núñez, muy cerca del estadio de River Plate. Me dirijo al instituto cardiológico para que me hagan un chequeo. Estuve internado en ese instituto por un infarto durante la pandemia del Covid, hace un par de años. Ahora estoy recuperado pero debo controlarme. Éste es mi barrio de la infancia. Como siempre por esta zona, los recuerdos me invaden.

Nací en Buenos Aires cuando ya se amortiguaba el retumbar de la Segunda Guerra Mundial y arrancaba el peronismo. Debía llamarme Hermann, como mi abuelo materno, pero la legislación argentina de aquella época no permitía nombres que fueran extranjeros y no estuvieran en el santoral.  Además, nací exiliado. Esto que parece tan absurdo necesita explicaciones que daré más adelante.



Mis padres habían salvado su vida escapando del nazismo. Mi madre huyó, con dieciocho años, de su Berlín natal. Llegó a Francia y embarcó hacia el Río de la Plata. Aquí, sin bienes y hablando únicamente alemán, se refugió en sus pares, alemanes escapados, expatriados o expulsados. Desterrados por ser considerados «no alemanes». Refugiados varios y opositores al nazismo se reunían  en casas y confiterías. Yo, con pocos años,  iba con mi madre y disfrutaba de las delicias de la pastelería vienesa. Más allá de ser judíos, como mi madre, o de variadas ideologías perseguidas por los nazis, a aquellas almas rotas las unía la persistencia de saberse alemanes, cosa que ningún decreto borraría. Es muy curioso pensar en ellos, repudiados en su patria, intentando reconstruir un ambiente alemán en esta ciudad mestiza y, en aquella epoca, muy tanguera. Esto era muy fuerte y estos exiliados sentían que eran parte de una cultura que percibían, a pesar de ser rechazados por ella, superior a la porteña. Paralelamente vivían los mutuos prejuicios con aquellos a los que denominaban colectivamente «los criollos» y a los que veían como más primitivos.



En ese grupo de marginados culturales mi madre había conocido a mi padre, otro judío berlinés, médico y bastante mayor que ella. Él se ganaba la vida aquí traduciendo libros. De esta unión nací yo y un hermano tres años mayor. El matrimonio duró poco y, cuando yo tenía un año, se separaron. Mi hermano quedó con mi padre y pasó la niñez en diversos colegios con internado. Yo crecí con mi madre desde ese momento. Durante mis primeros años mi madre se sostuvo económicamente con trabajos informales como niñera o costurera.



A los cinco años yo hablaba y leía únicamente en alemán. Mis libros de lectura fueron cuentos tradicionales alemanes. Los que más recuerdo eran Hänsel und Gretel que relataba que una vieja se comía a los niños, Der Struwwelpeter donde se castigaba a los niños por la desprolijidad, Der Daumenlutscher en el que se le cortaban lo pulgares a los que se los chupaban. Cuentos terribles editados en el siglo XIX y que formaron a una gran cantidad de generaciones de niños alemanes de los siglos XIX y XX. En estos relatos truculentos, reeditados cientos de veces, había personajes siniestros y sanguinarios que realizaban tremendos maltratos y vejaciones a los protagonistas infantiles. Con estos y otros recursos «pedagógicos» se moldeó entre los alemanes una niñez reprimida, temerosa y obediente.



Orillaba mis cuarenta años cuando leí el libro Por tu propio bien, de Alice Miller y pude entender la tragedia de esta «pedagogía negra». Miller era polaca y judía, de la generación de mi madre. Había sufrido el nazismo en la invasión a Polonia. Luego de huir estudió psicología en Suiza con lo cual había hecho un profundo análisis de esta forma de educación. Esta lectura me iluminó mucho sobre la génesis del autoritarismo y la obediencia colectiva.



Antes de los seis años mi medio social era exclusivamente el de mi madre, los amigos de ella y los hijos de aquellos. Era extranjero en mi país. Un exiliado innato, congénito. Un niño culturalmente extranjero que no podía comprender lo que hablaban alrededor en su ciudad natal.

Mi madre, rubia y de ojos celestes, se me figuraba parecida a las fotos de las estrellas de Hollywood. Ella era muy afectuosa y yo me sentía protegido pero con la impronta de aquella «pedagogía negra» que me convirtió en un niño «sobreadaptado». Todavía recuerdo que solía hacerme cabalgar sobre sus rodillas al son del rítmico poema infantil Hoppe, hoppe, Reiter en el cual un niño caía del caballo y se lo comían los cuervos. Para dormirme, me cantaba la canción de cuna Hänschen klein. Esta canción relata las peripecias de un pequeño que anda solo por el mundo. ¿Como asimilaríamos los niños estas mezclas de amor maternal y cultura de la crueldad?



A esa edad tuve un apoyo afectivo inesperado. Mi madre trajo una perra San Bernardo. Esta perra, y una de sus hijas luego, fueron protagonistas de mi vida hasta la adolescencia. Estas moles que rondaban los ochenta kilos y tenían unos dientes enormes eran capaces de comunicarse afectuosamente conmigo. No se necesitaba ni el idioma alemán ni el castellano. No hacía falta. Su sensibilidad les permitía ser compinches de juegos y tener actitudes amorosas de cuidado y protección conmigo. Siempre estaban bien dispuestas. Son parte de mis mejores recuerdos de infancia.



Cuando a los cinco años se acercaba la edad de ir a la escuela fue insostenible que no me comunicara en español. Mi madre recurrió a una vecina maestra para que, durante el verano, me enseñara mi segundo idioma, el castellano. Así, en forma paralela, mi madre aprendiendo junto a mi, mejoraba también su comunicación con los vecinos.



Esa etapa de mi vida era la del primer peronismo y había una ley que determinaba la presentación de espectáculos en vivo en cines y confiterias. En una de las veces que mi madre iba con sus amigos a alguna confitería conoció a un cantante uruguayo. Era un tenor lírico, de la misma edad que ella, descendiente de una familia de italianos católicos. A pesar de sus diferencias, o tal vez por ellas, hicieron buenas migas y al poco tiempo formaron una pareja. Él me trataba muy bien y asumía el rol paternal. Con el tiempo pasé a llamarlo «mi viejo». Para mi padre biológico guardé la designación de «mi padre». El viejo fue el contrapeso irreverente de aquella rigidez germánica.



En esos años, en esta avenida que hoy recorro, habia pocas cosas. Terrenos baldíos, depósitos de fardos de lana cruda, talleres, bares marginales y pequeños negocios de barriada periférica. Cerca del estadio de River había un barrio de emergencia con casillas de lata y frecuentemente inundado por las crecidas del Río de la Plata. Ese pobrísimo asentamiento se había comenzado a erradicar por el peronismo con planes de construcción de viviendas populares, poco antes de la caída de Perón. Con el golpe de estado contra  el gobierno peronista, los planes se paralizaron y ese barrio de indigentes pasó a cambiar pero muy lentamente. El cambio final lo dio la dictadura militar que, veinte años después, terminó por reubicar a los antiguos habitantes que persistían ocupando esas tierras fiscales y los desplazó  hacia las zonas populares y periféricas de Villa Soldati en el sur de la ciudad y Florencio Varela en la provincia, fuera de la ciudad. Con los años, los almacenes barriales y los bares con parroquianos fueron sustituidos por edificios de categoría y comercios con carteles de ropa fashion, locales fast food, grill, pub o drinks, entre otros.



Mientras voy manejando por la avenida paso por la esquina de lo que fue mi escuela primaria. El antiguo edificio fue demolido y ahora hay una nueva escuela . Los recuerdos de la primaria y del barrio se entremezclan. Ingresé a esa escuela, con seis años, al segundo año del plan de estudios. Mi madre, entendía que yo era más inteligente que el resto y podía saltarme el primer año del curriculum. No tenía dinero pero le sobraba autoestima. Al aprender el idioma de mi ciudad también quedé habilitado para interactuar con la población general. De ese modo comencé a cumplir los mandados o encargos que mi madre me hacía para comprar en comercios cercanos a mi casa. Y así salí de mi primer exilio.



La propuesta escolar de mi madre funcionó desde los aprendizajes formales pero, lamentablemente, no desde mi socialización. Recién repuesto de la cabalgata de aprender castellano en un verano, resulté victima de mi falta de experiencia en el funcionamiento de los grupos de niños. Era el más pequeño de estatura, con un año menos que los demás. Rubio por añadidura en un mar de niños morochos. Literalmente una mosca blanca. En aquella época no se hablaba de bullying ni había mucho psicoanálisis. Según el día yo era el petiso, el alemán, el polaco, el ruso u otro. El costo de socialización fue alto en términos de moretones. Me aliviaba la vida escolar el placer que me daba ver los dibujos de Héctor, mi compañero de banco. Su facilidad para dibujar de memoria personajes de historieta fue objeto de mi envidia e incentivo para dibujar y pintar, cosa que hice durante muchos años. Él siempre me ayudó de forma generosa a perfeccionar esos primeros intentos de dibujo.



Llegando al instituto cardiológico los recuerdos de infancia son desplazados por los más recientes de la internación y los tratamientos durante la pandemia.  Los nuevos temores y preocupaciones eclipsan, por un rato, aquellos de la niñez.

Terminado el chequeo médico, cuando salgo del instituto, paso por el edificio que fue de la fábrica del analgésico «Geniol». Muchos años después, ese edificio pasó a albergar a una institución educativa privada donde luego trabajé unos cuantos años. Cuando era niño y salíamos de la escuela primaria nos acercábamos a la puerta de la fábrica donde nos obsequiaban publicidades del medicamento con el fixture de los partidos de fútbol de primera división. Por pertenencia barrial, la mayoría de los chicos de la zona eran hinchas de River. Todavía puedo recordar la delantera de River de aquella epoca con Loustau, Walter Gómez, Labruna, Sívori…



Decidí dejar la avenida y volver a mi casa, en la otra punta de la ciudad, por las calles interiores del barrio. El paso a nivel del tren con su barrera había sido sustituido por un puente. Recordé al guardabarrera, de nombre Pantaleón, que me daba el visto bueno para cruzar las vías en esa época en que los chicos hacían las compras barriales. Conduje el coche recorriendo los lugares habituales donde iba a comprar de niño lo que mi madre me encargaba. Ya no estaba el almacén del gallego don Carlos. En la cuadra donde viví mi primera infancia no quedaba ninguna de las casas. Incluso la de los italianos que tocaban el acordeón en la vereda había desaparecido. En su lugar había solo edificios de departamentos, de propiedad horizontal. La calle donde se jugaba al fútbol en la calzada era demasiado transitada para eso. De todos modos los niños ya no salen a la calle. Están en sus casas con la computadora, la tablet o el teléfono celular.



Proseguí y paré en la esquina de lo que fue mi casa, donde hubo un bar muy modesto, un boliche muy humilde. En su lugar ahora había un pequeño café, de apariencia más moderna. El boliche había sido de un hombre llamado Diamantino. De ese bar mi viejo, mi padre adoptivo, el segundo esposo de mi madre, solía pedirme que le trajera un aperitivo. Yo iba con un vaso y Diamantino lo llenaba, lo tapaba y me cobraba.



Entré y me arrimé al mostrador como en aquellos tiempos. Pedí un refresco y pregunté si recordaban a Diamantino. El hombre que atendía me respondió que su abuelo le había comprado el bar a Diamantino. Pero eso era todo lo que sabía. Pagué, salí del bar y subí al automóvil enfilando hacia mi casa. A unas pocas cuadras pasé por la que fue la casa de mi padre al cual, de niño, veía un par de veces al año. Ahí recordé nuevamente las peripecias infantiles de mi hermano. Él falleció ya cuarentón, hace unos cuantos años, de una diabetes descuidada. Convivimos solo un año cuando yo tenía siete y él diez. Él era lo que llamaban un «chico difícil» o sea que fastidiaba a los adultos. Tuvo una vida azarosa. A sus quince años nuestros padres evitaron seguir ocupándose de él y lo enviaron a un kibutz en Israel. Increíblemente fue expatriado por unos expatriados. Desarrolló un fuerte sentido patriótico respecto de Israel e  hizo el servicio militar, como todos, quedando en la reserva como paracaidista. Participó como soldado en la «guerra de los seis días».

Un tiempo después de esa guerra me escribió contándome que iba de vacaciones a Francia. Ya en París me llamó por teléfono. Me contó que se proponía desertar y no volvería a Israel. Me relató que allí lo convocaban los fines de semana para hacer operaciones en los territorios palestinos ocupados. Éstas misiones consistían en dejar caer paracaidistas que tenían que sacar a las familias palestinas de sus casas y luego destruir las viviendas. No volvería porque no quería ser terrorista y destruir la vida de personas que no le habían hecho nada. Siguió su vida en París, se casó con una francesa y tuvo dos hijos con ella. Cada tanto intercambio algún correo electrónico con mis sobrinos. El varón es arquitecto y la hermana psicóloga. Ambos tienen hijos.



Recordando el impacto en nuestra familia del nazismo, las dictaduras rioplatenses y la experiencia de mi hermano en Israel y su deserción, valoro más una anécdota que cuenta Galeano:


“No lograron convertirnos en ellos – me escribió el Cacho El Kadri. Corrían ya los últimos tiempos de las dictaduras militares en Argentina y Uruguay. Habíamos comido miedo al desayuno, miedo al almuerzo y a la cena, miedo; pero no habían logrado convertirnos en ellos.”

Imposible decirlo mejor. Me expresa totalmente. No habían logrado convertirnos en ellos.

Hace unos pocos años me llamaron de los servicios sociales de la AMIA. Me decían que había una persona en Francia tratando de localizarme y me pedían autorización para darle mi dirección de correo electrónico. Por supuesto los autoricé. Me llegó un mail en inglés de un norteamericano residente en París. Me contaba que, hacía muy poco, su madre le hizo saber que, de muy joven, tuvo un noviazgo fugaz con mi hermano, en unas vacaciones, y había quedado embarazada. El que me escribía era un sobrino, hijo de mi hermano.

Este nuevo sobrino fue criado en una familia cristiana en Estados Unidos. Es astrofísico y se dedica a investigar… ¡el Big-Bang! con radiotelescopios y satélites. Quiso saber sobre la vida de su padre, mi hermano. Le conté todo lo que pude. Ahora intercambiamos correos electrónicos de vez en cuando. Increíblemente vivía, hacía años, en París a una cuadra de su hermano arquitecto, sin conocerlo. Se enteró por mi.

A través de él supe de un cuarto sobrino. Poco antes de morir, mi hermano se separó de la madre de sus hijos franceses. El último tiempo de vida estuvo en pareja con una mujer que tuvo un hijo con él. Este muchacho, mi sobrino mas joven, es médico y vive en Israel. Tengo contacto esporádico con los cuatro y se comunican entre ellos.



Mi familia de origen es como una metáfora del Big-Bang. Una abuela asesinada por los nazis, desarraigos de mis padres, divorcios, mi padre ausente, exilios propios  en dictaduras criollas y desencuentros varios van jalonando la historia familiar.



Agarrado del volante del coche ya tenia una sobredosis de recuerdos y frustraciones. Por suerte, los estudios cardiológicos dieron bien. Me crecía la ansiedad por volver a mi casa y pausar la invasión de recuerdos cuando un bocinazo de uno de los tantos conductores histéricos me hizo abandonar un poco los recuerdos de infancia, que solían prenderse de mi como garrapatas, para concentrarme en el tráfico infernal de esta inmensa, hermosísima y, a veces,  terrible Buenos Aires.

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