Tiempo de cosecha— By Norma Duarte



   Hasta donde alcanzaba la vista, el mar dorado de los trigales se mecía con la suave brisa. Las espigas inclinaban pesadamente sus cabezas. Era tiempo de cosecha.
   Sentado bajo el alero, el viejo dejaba perder su mirada sin posarla en ninguna parte. A la distancia, se levantaba la polvareda causada por el automóvil que se alejaba.
   El viejo tosió, se atragantó con los sollozos que pugnaban por escapar de su garganta. No quería llorar, desde niño le habían enseñado que los hombres no deben llorar.
   Hacía pocos minutos, había perdido la última esperanza. Las frases del abogado le sonaron como clavos en el patíbulo, fueron su condena a muerte.
   Ya no le quedaba nada.
    La compañera de su vida se había ido con Dios, hacía muchos años. Entonces sí, había llorado, había llorado mucho por la pérdida. Ahora pensaba que había sido mejor así, ella no hubiera soportado la tristeza de verse en la ruina, no tenía tanto coraje para sobrellevar esa pena.
    El sol se ponía lentamente, como si no quisiera dejarlo solo.
   Para él, la soledad era su única compañía, estaba acostumbrado a ella. Con la mujer muerta, los hijos ausentes… Hasta el perro chúcaro que había encontrado en el monte, se había marchado detrás de una hembra en celo.
   Poco a poco, los pinceles oscuros de la noche pintaron de sombras el paisaje. La brisa se transformó en viento frío. Él seguía ahí, miraba sin ver, hacia un vacío que parecía querer devorarlo.
   A su mente acudían, una y otra vez, las palabras del abogado: «Son muchas deudas, don Hilario, no hay manera de que usted las pague. La hipoteca será ejecutada, habrá un remate judicial para que los acreedores cobren su parte».
   Remate. Esa sola palabra bastaba para congelarle el corazón, era el nudo corredizo que se ajustaba alrededor de su cuello.
   Otro sería el dueño de la tierra, otro montaría su zaino, otro ordeñaría la única vaca que le quedaba.
¿Y sus recuerdos? ¿A dónde irían a parar las pinturas de su mujer, los cuadernos de sus hijos, las fotos amarillas? ¿Quién usaría el poncho que le había tejido su madre, hacía tanto tiempo? Ese que aún le brindaba abrigo en las noches frías. ¿Dejarían la casa en pie?
Suponía que no. Seguramente, la echarían abajo para construir otra, más moderna.
   Suspiró.
   Sintió un fuerte dolor en el pecho, se le nubló la vista. Con voz enronquecida, alcanzó a pronunciar el nombre querido.
   Cayó de costado, la silla se tumbó bajo su peso inerte.
   En el campo, las mieses estaban maduras.
   Esa vez, nadie las segaría.

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