Micción imposible y la rebelión de los orinantes— By Germán Krebs


Este es un relato basado en un episodio de la vida real ocurrido este año y del cual fui testigo y partícipe.
Con un grupo de amigos fuimos al teatro. Estábamos en una inmensa sala, una de las más grandes del centro de Buenos Aires. Se representaba una obra clásica francesa de fines del siglo XIX. Una función de tres horas con un intervalo de diez minutos. Una impresionante puesta en escena que combinó un excelente vestuario de época correspondiente al siglo XVII, los decorados tradicionales junto con medios visuales modernos proyectados sobre los telones de fondo y un telón de tul delante del escenario. Toda la producción funcionaba como un mecanismo de relojería. Un elenco grande donde todos brillaban por la calidad de interpretación y en el que sobresalía el protagonista, una gloria del teatro argentino.

Mientras esperábamos el inicio de la función me entretuve con mis divagues. Me surgió una inquietud respecto al intervalo. No podía evitar mi mentalidad planificadora. Calculé que había unos ochocientos espectadores en la sala y la mitad de cada sexo. El baño de hombres, por ejemplo, tenía cuatro mingitorios y dos inodoros. Suponiendo que seis caballeros pudieran orinar simultáneamente, con una duración de un minuto, más los lavados de manos, nos daría el intervalo para pocas tandas de señores orinando en diez minutos. Pero si solo la cuarta parte de los cuatrocientos señores espectadores tuvieran un imperativo urinario, quedarían muchos sin poder evacuar sus líquidos en el lapso del intervalo. Incalculable en el caso de las damas, que manejan tiempos mucho mayores para estos trámites.



Por suerte, interrumpió mis divagues la invitación a apagar los teléfonos celulares, cosa que indicaba el inminente comienzo de la función.

Sumergido en la acción de la obra, la calidad de la producción y las magníficas interpretaciones pasó el tiempo hasta que llegó el intervalo. En ese momento sentí la tensión de la vejiga que me generaba urgencia en ir a aliviar dicha presión. Con preocupación vi una gran cantidad de caballeros dirigiéndose presurosamente, como yo, hacia los pasillos para llegar al baño. Pocas señoras se levantaban, supongo que calculando lo inútil de correr al pasillo porque con una pocas congéneres el baño de damas quedaría obturado, siendo cualquier intento de acceder al baño una micción imposible.



El panorama en el baño de hombres se complicó. Al llegar los primeros encontraron bloqueada la entrada por un carrito con enseres y una señora que estaba limpiando el baño. Ante la negativa de la empleada a suspender su tarea, la conversación subió de tono y la señora terminó echada del baño a los gritos. Durante la polémica de los urgidos por orinar y la empleada se sumaron muchos aspirantes a ocupar un mingitorio. Se constituyó una pequeña manifestación que podría ser envidiada por algún movimiento político por el fervor de las consignas, surgidas de un impulso irrefrenable en lo mas intimo de sus entrañas. Se escucharon gruesos calificativos para la empleada, para sus supervisores y las madres de los directivos del teatro.

Cuando pudieron acceder los primeros aspirantes a orinar, se llenó el ámbito con una muy numerosa cantidad de señores en espera, dentro del baño y en el hall del teatro. Después de un rato, ya calmadas las urgencias, la procesión fue volviendo a la sala para ver el resto de la función. El episodio quedará en el olvido excepto para este relator.

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