Se ufanaba de averiguarlo todo, de conocer hasta los detalles mínimos de un asunto que le interesara; no se le escapaba nada, decía, porque tenía paciencia y “olfato” para ir en la dirección correcta.
Era de esos que no admiten réplica cuando creen que conocen el tema que se discute y por supuesto no caía simpático: lo admitía con presunción porque decía que primero era el saber y después la simpatía, que no era “monedita de oro para gustarle a todo el mundo”.
Durante un cambio de opiniones sobre algo banal, él experto en banalidades, llevaba las de ganar porque sus argumentos eran irrebatibles, mientras su interlocutor, que se había quedado sin ninguno, sonreía. Él también lo hizo, triunfante, pensando que era la primera vez que ganaba y caía simpático; en una pestañeada, sin dejar de sonreír, el otro sacó del bolsillo el argumento definitivo y se lo clavó, zanjando la controversia y ganándole.