AEROPUERTOS — By Paco Bonilla.



Los aeropuertos son lugares asépticos, difíciles de distinguir unos de otros y alejados de cualquier tipo de provincialismo, a no ser por los productos típicos del lugar que se venden en los comercios duty free. Se trata de una zona cero de la identidad. Todo es igual a todo, y desde sus pasillos, amplios y llenos de tiendas de perfumes, tabaco, licores y toblerones es posible volar a cualquier parte. Son, posiblemente, los lugares menos enraizados en la tierra en la que están implantados. Es como si en ellos el concepto de patria se diluyera y se volviera transparente y superficial.

Quizá sea esa insipidez la que me atraiga, como el apeiron de Anaximandro, indeterminado e infinito principio generador de todas las cosas, capaz de trasladarte a cualquier región del planeta y convertirte en alguna otra persona, para empezar desde cero.

Sus pasillos, sus carteles y sus puertas son la promesa de una vida sin los impuestos que suponen la pertenencia a algún sitio. Pasar el control es como el cruce de una frontera hacia un futuro acogedor, libre de cargas. Y, a pesar del viaje, de la larguísima pista de aterrizaje, y de la sala de recogida de equipajes, siempre puedes cambiar en cualquier momento. Pues, hasta que no se pasa el umbral, justo donde decenas de individuos con carteles llenos de nombres de hoteles, de familias y de personas; frente a los puestos de alquiler de vehículos, no se borra definitivamente tu origen, para empezar el auténtico viaje.

Al cruzar las puertas de cristal traslúcido, y ver los rostros de los habitantes que no esperan destinación alguna, aquellos que no van a ninguna parte; solo entonces, podemos respirar, tranquilos por estar definitivamente en un nuevo lugar y tiempo.

Para alguien como yo, pasajero desencantado en busca de un vuelo que le devolviera el orden a su vida, el área restringida de los aeropuertos se convirtió en una parte del mundo absolutamente imprescindible. Necesitaba la protección de ese umbral acristalado que me separaba, por unos momentos, del contacto con la negación de sentido que era el exterior.

Cuando el vuelo se retrasaba, dedicaba el tiempo a vislumbrar los universos paralelos que tenía al alcance de la mano; observando los gestos de las personas que, como yo mismo, deambulaban, sin nada mejor que hacer, mientras esperaban la llamada de embarque.

La forma de recolocar las maletas, la extensión de una mano hacia delante, un levantamiento de cejas, el pasar de las páginas de un libro, o de una revista, y el suspirar profundo de individuos anónimos, me mostraban cómo la organización y el ritmo de los cuerpos se repetían con una armonía y un aire familiar que significaba la primigenia forma de comunicarse con el exterior.

Sentía que vivía fuera del tiempo y del espacio, que ya todo daba igual. Pero, permanecía unido al presente por un gesto inocente de mi hijo, que permanecía en el regazo de mi compañera, alimentándose de su pecho. Y entonces lo tuve claro. Ellos eran el cordón umbilical que me mantenía unido a la tierra, al pasado y al futuro, en un eterno presente que quería y podía cambiar.


— By Paco Bonilla.

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