La sintonía de un teléfono y el zumbido de un timbre. Ambos sonidos provienen de la calle. Los oigo al estar en guardia y no poder dormir. El reloj marca las cinco de la madrugada. Mi marido sigue roncando y yo, me levanto para ir al baño.
Al encender la luz echo un paso hacia atrás al verme reflejada en el espejo. Veo un muñecote más maquillado que un payaso, de hecho, siempre lo hago antes de acostarme para esconder mis vergüenzas. No me reconozco. Cojo una toallita desmaquilladora y empiezo por los ojos. De repente recuerdo aquella mirada expresiva de inocencia, los pómulos rosados rebosantes de vida y los labios rojos y carnosos, deseosos de pasión, todo en otra vida.
Me observo consciente, real, de lo que ahora soy. Me he convertido en un monstruo deforme con un ojo amoratado, las mejillas grises como la ceniza y el labio partido. Repúgnate. No aguanto más.
Me plantó en el rellano vestida con el camisón observando la libertad, mi corazón patalea asustado, el temor que aparezca el cerdo que está en la cama me devora. Es ahora o nunca. De repente, oigo como la puerta del piso de arriba se abre y se cierra, los pasos de la vecina que se marcha a trabajar empiezan a bajar las escaleras hacia mí. Avergonzada me escondo como un miserable conejo. Cierro la puerta con cuidado, me arrimo a ella. Mi cuerpo tiembla como una hoja al viento. Desesperada, bañada en lágrimas, me desgarro soltando un grito silencioso, con la esperanza, de algún día ser rescatada.