MI PROPIO CAMINO — By Ana del Corral

De pronto una potente luz desplazó la oscuridad y me encontré frente a un desconocido. Me asusté. Hacía demasiado tiempo que estaba en soledad y la mínima interrupción me sobrecogía. Ya no esperaba a nadie… Mi vida había transcurrido sin sobresaltos, con una marcada rutina mientras había sido útil y necesaria para quienes trabajaba. Cuando era joven ansiaba cambios. Cambios que no llegaban porque mi contrato se limitaba a ser compañía y estar al servicio de quienes me habían contratado y cumplir con todos sus deseos. Yo era joven en ese tiempo y quería un camino para mí, no me gustaba hacer siempre el de otros. Quería ser independiente, poder correr libre, ligera, sentir el viento golpear contra mi cuerpo, tibio y perfumado en el estío, frio y como látigo en el invierno.Pero ese no era mi sino, había sido creada para servir a otros… mi opinión no contaba. Debía cumplir con la rutina sin protestar ¡Total nadie me escuchaba!. A veces mi rebeldía hacía que me tengan que empujar bruscamente para que avanzara, esa era mi venganza. Tozudamente quería hacer mi voluntad pero raras veces lo conseguía. Me miraban con enojo y yo me regocijaba por unos instantes al hacerlos rabiar… hasta que oía el llanto de Morenita; la niña no tenía culpa de nada. Por el contrario, ella era la víctima de nuestros encontronazos, pero con un solo gesto de tristeza o un sollozo, hacía que me sintiera tonta y caprichosa. No quería hacerla llorar, eso le hacía daño y me lo hacía a mí. Estaba envuelta en esos pensamientos cuando oí decir al desconocído mientras bajaba la escalera: — Me parece que es muy vieja…Yo no sabía a quién iban dirigídas esas palabras, pero sentí que hablaban de mí. Algo se estaba tramando en la casa. Hacía tiempo que nadie se preocupaba ni se ocupaba de mí ¿A qué o por qué habían subido? Vivía mis días y mis noches quieta y silenciosa, olvidada y abandonada por todos los de la casa…aquellos a los que amaba tanto; eran los mismos que en un tiempo no eran capaces de hacer un paso sin mí, yo era su guía y su luz…Morenita era la única a la que amaba sin condiciones, ella no me molestaba, al contrario, siempre estaba agradecida de mí. Yo trataba de no incomodarla ¡bastante tenía la pobrecilla con su desgracia!Recuerdo el día en que se alejó de mí por primera vez para comenzar con su rehabilitación.Quedé asombrada y expectante cuando vi que la llevaban en brazos hasta una camilla. Allí la acostaron con cuidado y comenzaron a masajearle las piernas suavemente, me quedé cerca observando todos sus movimientos, alerta y dispuesta a intervenir si le hacían daño. ¡Era mi niña! La defendería hasta las últimas consecuencias. Vi que los padres se alejaban tranquilos a otra sala, pero yo me quedé allí acompañándola, haciendo guardia y vigilante. Morenita era una niña dulce y sufrida, nunca se quejaba. Yo por el contrario protestaba por lo bajo cuando me exigían mucho, pero me calmaba cuando ella hacía que la lleve de un lado a otro despacio, dando vueltas y vueltas hasta quedar mareadas las dos, pero si ella era feliz, yo era feliz. En esos momentos me sentía más importante que sus padres; sentía que prefería mi compañía a la de ellos.El primer día de masajes fue una gran prueba para todos. Al finalizar la sesión volvieron sus padres y la tomaron en brazos, ella les hizo un gesto para que la traigan conmigo. Ese gesto de cariño me llenó de alegría, me hizo sentir importante e imprescindible en su vida. La recibí agradecida. Y así un día y otro Morenita iba recuperando fuerzas en sus piernas; a veces la ponían de pie y ella daba algunos pasitos sostenida por sus recuperadores. Era emocionante y maravilloso. Lo que en un momento parecía imposible, su esfuerzo y voluntad lo iba convirtiendo en una realidad.Yo egoistamente pensaba — «cuando Morenita logre caminar sola ¿que será de mi?» Al instante me arrepentía. ¡Que importaba mi fututo! El que estaba en juego era el de ella, no el mío… Volví a escuchar pasos que se acercaban. Mi corazón duro como el hierro latía como el de una muchacha asustada ¿Vendrán por mí? Me preguntaba. Era el mismo desconocido. Esta vez se acercó y me miró con ojos críticos dando vueltas a mi altededor. — Nó… realmente es muy vieja… no es lo que necesito… — y diciendo esto apagó la luz y se retiró.Respiré aliviada. Ya no me dolía que no me necesitaran, me conformaba con escuchar la risa alegre de Morenita y sus pasos todavía vacilantes por la casa. Me trasladé a aquel momento crucial para nuestras vidas: cuando dio los primeros pasos sin que nadie la sostuviera. Con mucho esfuerzo y decisión logró llegar sola al otro extremo de la cinta. Tuve en ese momento sentimientos encontrados: gozo y desazón a la vez. Sentí que era el fin de mi misión para con ella. Me alejarían definitivamente de su vida y pasaría a ser un recuerdo, tal vez molesto y doloroso. Y así fue. Un día me llevaron cargada al altillo y me dejaron en un rincón al lado del triciclo también ya en desudo. Cerraron la puerta, apagaron la luz y nos dejaron abandonados y a oscuras… Han pasado varios años desde el día que les conté mi historia anterior, ahora les voy a contar lo que aconteció después que apareció el desconocido en el altillo. Esa persona necesitaba transitoriamente una silla de ruedas y por eso me vino a ver, pero al parecer, mi tamaño y edad no cumplían con sus espectativas. Además, después me enteré que Morenita se opuso terminantemente a que me vendieran. Yo era su amiga– decía– su compañera. Había estado con ella durante mucho tiempo a partir de su accidente. Había sido sus piernas…Su padre cumplió su deseo. Me llevó a un taller, me pulió, me pintó, trabó mis ruedas, me tapizó y colocó un hermoso y mullido almohadón de colores alegres en mi asiento. Ya no ando de acá para allá trasladando a Morenita, ahora estoy frente a su escritorio y le sirvo de asiento mientras estudia y toma apuntes para la Facultad. Ya es una maravillosa jovencita…Hoy soy la más feliz de las sillas. No cumplo con la misión para la que fui creada, pero ahora en mi vejez me siento reconocida por aquella a la que serví. Morenita sigue siendo mi niña… ¡Y hasta me ha puesto nombre! Ya no soy más «la silla de ruedas», soy su silla preferida de toda la casa y me llama «Princesita.»

— By Ana del Corral

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