Desde hacía tiempo que alargaba la jornada laboral perdiéndose por las calles, para llegar lo más tarde posible a casa. Recorría los bares que se encontraba a su paso para salir más nublado que cuando entraba. Arrastraba los pies y utilizaba de cómplice a la pared para mantener en pie lo poco que quedaba de él. El olor alcohol rociaba sus pantalones y su aliento ahuyentaba a las moscas. Cuando a la madrugada llegaba al edifico donde vivía, tardaba una eternidad en sacar las llaves y un rato más en atinar en meterla en la cerradura. Subía cada escalón con la torpeza de un recién nacido y el dolor de su cuerpo roto que le recordaba su existencia. Frente a la puerta se quedaba erguido, ausente. Lloraba sin derramar una sola lagrima. Apretaba la mandíbula con rabia por no olvidar a pesar de lo mucho que se embriagaba. Rendido, daba media vuelta. Seguía sin poder entrar y afrontar los recuerdos que al otro lado de la puerta se guardaban. Sus pasos lo traicionaban y bajaba rodando por las escaleras. Se arrastraba como un gusano hasta el rincón más oscuro del portal, deseando no despertar para poderse reunir con ella.