
En dos mil uno se la llevó de los hombros
un tumor que había crecido más que su esperanza.
Si por ella hubiera sido
se quedaba mucho más
ayudando a los vecinos a ablandar estrellas o
a lustrarles las barandas de fierro de la soledad
acompañando a los moribundos con su vientito de jardines
o alimentando con mamaderas de sueño
a criaturas ajenas con los relojes turbios.
De niña
en estos campos
cabalgaba hasta la escuela
y se doblaba
en cosechas de trigo o de maíz
cantando.
Se casó con el cuñado de su hermana porque
era un hombre de cristal pulido
sencillamente bueno
y por no andar buscando
y lo amó cada día
sin fatiga.
Amasaba las pastas con manos de orfebre
inventaba la salsa con secretas especias
y te las regalaba.
Cuando los hijos se fueron al camino
y su esposo ya no estaba
por no malgastar las horas rezaba
y cobijaba perros vagabundos
en la orilla de su alma.
Hay quienes la imaginan en el cielo:
yo no creo.
Me gusta mirar en nuestro patio
cada septiembre
el naranja de las clivias que nos dio hace tiempo.