Johny’s bar by Marco Alegría

Mientras me lo metían por el culo nunca pensé que esta sería una historia de zombis. Pensé otras cosas, claro, como que ese día había sido bueno y una cerveza no tendría forma de sobrar en la noche que le seguía. Pensé, de forma equivocada también, que lo máximo que podría suceder era terminar la noche temprano y llegar temprano a casa para descansar. Mas ahora, que también pienso, aunque detenidamente y frente a la certeza de mi pronta conversión, tengo claro que pensar estuvo demás esta noche en el Johny’s Bar.

Llegué solo a eso de las once de la noche y él ya estaba allí, bajo los faroles de la barra de madera. Las sombras se imponían al resto del público del local como guillotinas negras y en cada mesa se daban cita cuerpos incompletos, conjuntos de miembros y partes de torsos apenas iluminados lo suficiente como para recordar que allí alrededor habían personas sentadas, seres cuyos músculos respondían a la voluntad de continuar viviendo durante la noche. Le comenté que desde que frecuento el bar nunca había notado a Audrey Hepburn tras las botellas de vodka, allí, justo frente a la barra, afirmada con cinta adhesiva en el espejo, cosa que llevó nuestra conversación al cine y sus maravillas; otro de mis errores. Con alcohol en el cuerpo me fue fácil confundir mis ideas y atribuir lo interesante del tema a él, de movimientos torpes y mirada ligeramente perdida.

Mientras lo hacíamos en el privado del bar tomé sus movimientos descoordinados como efectos de un deseo largamente contenido. Su baba cayendo sobre mí, de rodillas mientras le practicaba sexo oral, pasó por mi mente como una costumbre de mal gusto que podía terminar con una simple petición, pero no era algo que él pudiese controlar. Al alzar mi mirada vi que su mandíbula se movía lentamente sin llegar a cerrarse, dejando caer involuntariamente el líquido. Bueno, pensé, él ha bebido más que yo. El único momento en que lo ví reaccionar con una voluntad genuina fue cuando un cuerpo surgido de las sombras quiso unirse a nosotros, pero bastó un gruñido para alejarlo con pasos tambaleantes de vuelta al anonimato. Compartir, independiente del estado en que estuviésemos, no era algo que pensásemos hacer.

La mordida la sentí, fuerte, dolorosa y placentera, como una puntada firme en un vaivén tambaleante. Podría haber seguido, pero la tibieza de la sangre bajando por mi espalda me alertó y quitó el velo del alcohol. Inmediatamente me incorporé y pedí explicaciones, pero el silencio que me dio en respuesta me dejó claro que mi conquista no estaba en sus cabales. Fue un turn off para mí, el fin del polvo y el inicio de la pesadilla. Al salir del privado vi la horda expectante. Las luces se habían apagado y la luna entraba blanca y terrible por las ventanas del bar, creando tétricamente su propio collage de miembros mortecinos motivados por la carne. Les falta cuerpo, quieren cuerpo, pensé, el resto ya es borroso.

No sé qué hora es. Calculo que debo llevar unas cuatro horas escondido en la bodega del bar. Me he babeado la polera y me cuesta mantenerme recto. Los gemidos y gruñidos que vienen desde el otro lado de la puerta han dejado de ser terribles y se han convertido en un canto hipnótico de necrosis. Mis manos tiemblan y si no les presto atención se dirigen involuntariamente al picaporte. No creo volver a ver el sol aquí en el Johny’s Bar, por lo menos no con los mismos ojos

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